Hay cosas que nunca cambian

Organizaron una comida para celebrar el reencuentro familiar. Habían pasado siete años desde aquel día en que Marta hizo las maletas, puso a Bruno en el carrito, le dijo: «nos vamos cariño» y juró no volver jamás. Desde la muerte de su marido se sintió como pieza de otro puzzle en aquel pueblo, en aquella familia, en aquellas cuatro paredes. Por eso decidió marcharse de nuevo a su país. Había sido feliz con Daniel, pero sólo al comienzo, cuando se conocieron. Él había ido a Verona por trabajo y todo fue muy rápido. Daniel se enamoró de aquella vendedora de helados pequeña y delgada rebosante de energía, de su gracia y del genio que le brotaba sin filtros. Todo en ella le resultaba mágico. A Marta le volvió loca la tez morena de Daniel, la pachorra, el brillo embelasado de sus ojos y la sonrisa socarrona. Pero todo eso fue al principio, con el paso del tiempo todo lo que suscitó una atracción mutua se fue convirtiendo en motivo de reproche. Cuando Daniel le propuso irse con él para su tierra, ella le dio la noticia del embarazo. Las nuevas ilusiones les distrajo de la apatía en la que empezaban a nadar. La llegada a la isla para Marta no fue como había imaginado. Percibía una mano invisible que le impedía acercarse a la familia de Daniel. Las miradas entre ellos también frenaban su espontaneidad. Percibía la misma sensación con la gente del pueblo y la misma mano que la mantenía a raya de todo y de todos, la misma mirada que le hacía sentir en todo momento que era una intrusa.  Daniel salió una tarde, como tantas otras, a jugar a las cartas con los amigos en el bar de Vidal. Marta rompió aguas y el hermano de Daniel la llevó al hospital materno porque Daniel le dijo que iría en cuanto terminara la partida. Era una tarde lluviosa y fría de diciembre. Daniel cogió el coche. Había perdido la partida, había bebido unas cuantas copas, encendió la radio y aceleró. Marta sudaba, empujaba como le decía la matrona. Raúl, el hermano de Daniel, paseaba inquieto por el pasillo de la planta de maternidad. Después de siete años la madre de Daniel pensó que ya era hora de enterrar el pasado y volver a ser una familia. Cuando Raúl recibió la llamada de su madre estaba tomando un helado con Bruno en la heladería de Marta. Miró la pantalla y mientras decidía si contestar o no, se cortó la llamada. Volvió a sonar el teléfono y contestó. Miró a Marta y a ella se le borró la sonrisa de la cara. Llegaron a la isla un miércoles por la noche, así que no vieron a nadie hasta el jueves a la hora de la comida. Allí estaban todos conversando, riendo, brindando. Cuando estuvieron todos sentados alrededor de la mesa se hizo el silencio, aparecieron las miradas y Marta se levantó,  le dio la mano a su hijo y salieron. Raúl les sigiuió. Se paró en la puerta, volvió la cabeza hacia atrás, los miró mientras se le escapaba un suspiro y se marchó.

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